CAPÍTULO UNO
La niña de la parroquia
Hoy quiero empezar hablándoles de mi
abuela. Una mujer que falleció hace muchos años, pero que antes de agonizar, en
su lecho de muerte, ella me confesó un relance que lo recordaré el resto de mi
vida. Yo no sé hasta dónde proceder, ni desde donde renunciar a su crédito. Sin
embargo se la voy a contar tal y como ella me la confió a mí y les aseguro que
ni quito ni pongo nada. Ustedes pueden optar por cualquiera de las dos opciones,
o como más lo estimen pertinente.
Era un ocho de Septiembre, lo recuerdo
perfectamente. Por esa fecha, ella siempre me hablaba de nuestra Señora de
Consolación y de su romería, pero yo era muy pequeñito y no entendía muy bien por
qué me contaba a mí aquel suceso.
- ¿Sabes
qué día es hoy? -me preguntó.
- Sí
abuela, hoy es la romería de
Consolación. Me llevarás a la ermita como todos los años, ¿verdad?
Dos enormes lágrimas corrieron por su
cara triste y apenada.
- No
llores, tú siempre me has dicho que la Virgen es muy generosa, ya verás como
ella te cura -le dije.
- No
hijo, lo mío ya no tiene remedio, tienes que comprender que yo ya soy muy mayor
y merezco pasar a mejor vida, al fin y al cabo aquí todos estamos de paso.
- ¿Quieres
decir que algún día yo también me iré contigo, abuela?
- Sí
hijo, pero eso será dentro de muchos años y como hoy no puedo llevarte a la
ermita, voy a contarte un bonito relance que ocurrió hace muchos años y que
únicamente yo tengo potestad para transferirlo.
Mi abuela comenzó así:
Eran
las ocho de la tarde de un siete de Septiembre, tal día como ayer. Una
jovencísima mujercita se arrodilló sobre un reclinatorio frente a la imagen de
la virgen que habitaba en la parroquia del pueblo. La niña le rezaba con fervor
y aunque la iglesia estaba abarrotada, aquella criatura pasaba desapercibida.
Nadie parecía fijarse en ella. Sin embargo yo la vi -decía mi abuela.
Eran las ocho y media y el cura comenzó a
celebrar la misa diaria pero aquella criatura no haría ningún caso al párroco.
Ella solo rezaba y rezaba a nuestra Señora. De vez en cuando yo veía como la
niña le hablaba a la Virgen y a continuación una lágrima le bajaba de sus
hermosísimos ojos que alumbraban como si fueran dos farolillos encendidos. Cuando
la misa terminó y la parroquia se quedó aparentemente sola, la chiquilla miró
hacia ambos lados y decidió levantarse, posiblemente para salir de aquel lugar.
Pero en ese momento, un chaval, casi de su misma edad, se arrodilló a su lado y
mirándola fijamente le sonsacó cariñosamente:
- Perdóname bonita, pero no te he
visto nunca por aquí ¿Cómo te
llamas?
La
joven le contestó con otra pregunta:
- ¿Nos conocemos de algo?
El chiquillo sin dejar de mirarla le concretó:
- Creo que no te he visto nunca antes, pero te juro
que nada me haría más feliz que llevarte mañana conmigo a la romería de la
Virgen. Te aseguro que vamos a pasarlo muy bien.
- ¿A qué viene ese interés por mí? Como bien me has
dicho antes, no nos conocemos de nada.
- No podemos saberlo -rebatió el chaval-, a lo mejor
nos hemos visto alguna vez y no lo recordamos.
- Eso es imposible -contestó la chiquilla-. De
haberte visto, yo lo recordaría. Esa expresión tuya es muy difícil de olvidar.
- Entonces… ¿qué me dices? ¿Aceptarás?
- No puedo prometerte nada -contestó la joven casi
llorando-, porque cuando suenen en la torre las siete de la mañana es posible
que no vuelvas a verme nunca más.
- La Virgen va a apenarse mucho si continúas
pensando de esa manera. ¿Acaso quieres marcharte de mi pueblo sin visitar su
ermita?
- Este no es solamente tu pueblo -le respondió-. También
es el mío. Pero tus padres posiblemente no tuvieron la necesidad de emigrar a
otra parte como los míos.
- Ahí es donde te equivocas, preciosa -contestó el
chaval emocionado-. Yo he vivido ya en tantos pueblos, que a veces me creo que
estoy en todas partes al mismo tiempo.
La
chiquilla lo miró fijamente y después se fijó en la Virgen. En ese momento se
quedó despavorida. Cuando quiso bajar su mirada, el chaval había desaparecido
de su lado. En ese momento se asustó, e inmediatamente se levantó del
reclinatorio y emprendió su huida hacia la puerta, pero antes de salir se le acercó
el cura para preguntarle.
- ¿Ya lo has decidido?
La
chiquita no supo qué decir, pero de sus ojos bajaron dos lágrimas. En vista de
que la niña no le había contestado, el párroco volvió a preguntarle:
- ¿Tienes
algún sitio donde dormir esta noche?
- No, señor –contestó-. Pero le aseguro que ya no es
necesario.
- ¿Por qué dices eso? Creo sinceramente que eres muy
joven para hablar de esa manera tan desagradecida.
- Es que me ha sucedido algo terrible y
mi vida ya no tiene sentido.
- Perdóname jovencita si te digo que al pensar de
esta manera no mereces estar ante la Virgen. ¿Acaso no se lo has dicho a ella
de la misma forma que a mí? ¿O es que no te ha dicho también ella lo que debes
hacer? ¿No será, que después de todo has decidido no obedecerle y de esa forma
hacer que yo tenga remordimientos de culpabilidad durante toda mi vida? ¿Acaso
crees que podemos decidir nosotros cuándo debemos nacer o cuándo abandonar este
mundo? No, eso pertenece a alguien más noble que nosotros y más poderoso, sin ninguna
duda.
- ¿Por qué sabe usted tantas cosas sobre mí?
- Digamos que tú eres muy joven o… ¡que yo tengo un contacto divino! Por eso,
aunque no es muy cómodo, te ofrezco un sillón en la sacristía para que pases
esta noche. Estoy seguro que cuando te despiertes por la mañana habrás cambiado
de opinión. Y si continúas pensando igual que hoy puedes hacer lo que creas
conveniente.
La joven no contestó, pero aceptó sin titubear. Al
día siguiente antes del amanecer, el cura, que no se había marchado de la
parroquia en toda la noche, abrió la puerta de la sacristía y ya no vio a la
niña dentro. Posiblemente se había escapado por una pequeña puerta que daba a
la parte trasera de la iglesia. Sin embargo, el párroco no se inquietó. Salió a
la puerta, pero tampoco estaba en la calle.
El sacerdote debía cumplir con su trabajo y decir la
misa de todos los días. Después de la ceremonia, hermanos de la cofradía subirían
a hombros la imagen de Consolación y todos juntos emprenderían el camino para
celebrarlo en su ermita.
Durante
todo el camino, el sacerdote no dejaría de mirar a todas partes, intentando
buscar con su mirada a aquella jovencita que había desaparecido sin decirle ni
tan siquiera a Dios, pero no la divisó en ningún momento.
Por
fin llegaron en procesión y a la virgen la posaron con lentitud sobre un
sustentáculo en la puerta de su ermita, mirando a la multitud, mientras unos
músicos aficionados le tocaban el himno nacional. El sacerdote miró hacia atrás y respiró hondo, porque en
aquel momento acababa de llegar, pálida y sudorosa, la niña de la parroquia.
Sus miradas se cruzaron, pero ninguno de los dos se dijo nada. Poco después la
niña pidió confesión al sacerdote y admitió que a sus quince años recién
cumplidos se había quedado encinta y sus padres la habían echado de su
casa. El padre de la criatura tampoco quiso saber nada de ella ni de su futuro
hijo. Por eso aquella joven confesó que se había tomado esa misma mañana un tubo de somníferos, con la intención de
quitarse la vida.
El confesor intentaría convencerla para que se
dejara curar por un médico, pero ella no consintió. Momentos después la niña se
salió de la ermita y antes de llegar a la pista del baile, se desplomó en el
suelo instantáneamente. En un santiamén y como por arte de magia, llegó aquel
muchachito que había conocido en la parroquia el día anterior, con un médico de
la mano y dado que la confesión no había sido en secreto, el cura también le refirió
a aquel hombre que la niña se había tragado un bote lleno de pastillas. Entre
los dos la entraron en la casa de la santera para reconocerla a fondo. El
médico la examinó cuidadosamente, aquella joven tuvo mucha suerte, ya que el
medicamento aún no le había hecho efecto en la sangre. Por eso, después de
hacerle un pequeño lavado de estómago, la niña recuperó su interés por
coexistir.
El
chiquillo la invitó a pasear por todo el recinto romero. Pasaron por el puesto
de chucherías y el vendedor le ofreció una bolsita de gominolas. La niña la
cogió y a continuación miró a su amigo pero ya no lo vio por ninguna parte, otra
vez había desaparecido sin decirle nada. La niña se quedó ensimismada ante el dependiente,
pues no sabía si debería comérselas o
por el contrario pagárselas, pero ella no tenía ni un céntimo. Finalmente optó
por devolverlas.
- Se lo agradezco mucho, señor -le dijo-. Pero yo no
puedo pagarle esto que usted me ha ofrecido.
- Una niña tan bonita como tú no debería pagar en
ninguna parte –le dijo el hombre sonriéndole.
La
chica le dio las gracias, y nada más darse la vuelta para marcharse volvió a
encontrarse de sopetón con su amigo que le traía tres helados “de los grandes”.
- Toma, cómetelos.
- ¿Para qué tantos helados? -preguntó sorprendida.
- Uno es para mí -dijo el chaval- y otro para ti.
- ¡Pero aún sobra uno!
- Ese es para tu niño, que estoy seguro de que le encantará.
La
chica se ruborizó. Después comenzó a comerse aquel helado ante la mirada de aquel simpático y misterioso amigo.
Continuará
en la próxima publicación.