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lunes, 12 de agosto de 2013

La niña de la Parroquia (2)


-                   Abuelita, ¿qué te pasa? Estás muy triste. ¿es que no quieres continuar con tu relato?
-            Todo lo contrario, hijo mío. Quiero que conozcas la historia completa y aunque tenga que abreviar mucho, te prometo que llegaré hasta el final. Estoy segura de que tú sabrás recomponerla de la mejor manera posible. Yo sé que tú vales mucho y lo harás muy bien.
Yo no podía mirarla de frente, me moría con solo ver su cara de pena. Por eso le pregunté muy asustado.
-                ¿No estarás pensando en  abandonarme, abuelilla?
Ella me miró con un gesto cariñoso, después, haciendo un gran esfuerzo por tranquilizarme, sacó de su pecho toda la voz que pudo para continuar con estas palabras.
“Ambos jovencitos agarrados de la mano emprendieron una pequeña marcha hacia unos grandes eucaliptos que había cerca de la cañaílla. Nada más llegar, el chico le acarició la mejilla diciéndole:
-           No te asuste Candelita. Ahora quiero presentarte a mi familia. Es muy pobre, pero honrada. Y eso, amiga mía, me han enseñado que es lo más grande de este mundo.
La chiquilla estaba muy nerviosa, pero aun así aceptó encantada. E intentó recibir a aquella humilde familia simulando que era una niña feliz. Aquella buena gente la acogieron en su pequeño sombrajo con gran cariño y Paquito, sin dudarlo ni un momento comenzó a presentarle cada uno de los miembros de su familia.
-           Ella es Dolores, mi madre -dijo sonriéndole a ambas-. Y este que está  sentado a su lado es mi padre y se llama Francisco.
-           ¡Así es, pequeña! -contestó inmediatamente el hombre con mucha gracia-. Pero si lo deseas, tú puedes llamarme “Tío Rompe”. En el pueblo, todos mis amigos me llaman así.
-           Y esta muchachita tan guapa –continuó el chiquillo-, es mi hermana Lolilla. Ella es tan buena y tan simpática como tú. Yo estoy seguro que en muy poco tiempo os hacéis grandes amigas -terminó diciéndole el chaval-. Esta jovencita tan guapa que viene conmigo es mi   amiga Candela –se refirió a su familia-. Y ustedes también pueden llamarle Candelita ¿A que es muy guapa? -preguntó sonriendo a su hermana y todos asintieron dándole la razón.
Lolilla le ofreció un refresco que ella misma había hecho a base de agua y algunos trocitos de limón. Como bien había predicho Paquito, las dos muchachitas congeniaron divinamente.En poco menos de media hora, la chiquilla no se acordaba de nada de lo que hubiera podido ocurrirle anteriormente en el recinto de la ermita.
Muy pronto transcurrió el tiempo para todos e inmediatamente dijo el joven:
-           ¡Mirar todos al camino! Viene “el viejo”. Parece como si se hubiera perdido.
Todos miraron exaltados   hacia  donde el chico tenia clavado sus ojos.
-           ¿Quién es “el viejo”? -preguntó Candela.
-           Es el Padre Rafa –le contestó  Lolilla-. Así es como le llama mi hermano cariñosamente.  Candela hizo un pequeño movimiento para salir en su busca y traerlo de la mano.  Pero Paquito, llevándose a la boca los dedos de su mano derecha sacó aire de sus pulmones y le silbó con todas sus fuerzas.
-           ¡Padre, estamos aquí! -le gritó. El hombre se dio cuenta inmediatamente de que aquel que le requería era su fiel y joven amigo.
-           Gracias por silbar a tiempo -dijo el cura nada más llegar-. Porque ya me estaba aburriendo de buscaros y como no daba con vuestros huesos me disponía a manducarme la merienda  solo.
-           ¿Para qué me quería, padre? –le preguntó el chaval impaciente
-           ¡Para qué va a ser, tonto! Para comer juntos. ¿No os habéis dado cuenta, de que son las dos en el reloj de la plaza?
-           ¡Y también en la mayoría de los relojes, páter! -replicó el chico muy gracioso-. Pero mis padres han traído comida de sobra para todos y nos quedaremos con ellos.
-           Está bien, muchacho. Si no queréis  mi compañía me iré a una sombra yo solo y allí me jalaré mi escudilla. Os advierto que no es abundante, pero sí muy sabrosa. La ha cocinado mi hermana María.
-           Entonces debe estar exquisita -dijo Dolores-. Conozco muy bien a su hermana y sé que es muy buena cocinera. Pero siéntese, siéntese con nosotros Padre y si al final nos quedamos con hambre, nos comemos todo lo que traiga en su hortera.
-           Solo con una condición -remató el párroco dándose cuenta de la menesterosa situación de aquella familia.
-           Usted dirá padre.
-           Que  lo que me estés diciendo sea cierto.
-           Le prometo que así será –dijo.
Los dos hermanos sabían que la comida que sus padres habían llevado era sumamente escasa para ellos cuatro y en aquel momento se apuntaban seis a la mesa, y además  por si fuera poco, Candela tenía que comer por dos, según pensaba su amigo. Así que todos fingieron tener poco apetito para que el cura no notase la escasez entre ellos y al final fingieron quedar todos muy  satisfechos. Después dijo el cura:
-           Me he dado cuenta de que no os ha gustado mi comida, puesto que ninguno de los cinco la habéis tocado, pero aquí traigo un poco de carne de membrillo que estoy seguro os va a gustar a todos. Sin embargo y como creo que no habrá suficiente para todos, mi parte se la ofrezco a Candelita, que es la mas pequeña. La talega se la dejo también para que se la coma ella esta noche. ¡Y no quiero escuchar una palabra más!
Y así lo hicieron todos, porque como bien decía tío Rompe: “Para uno es algo y para todos hambre”. 
-           Yo me voy ya para la ermita -ultimó el cura a Paquito mientras se limpiaba los labios con la servilleta-, que tengo que bendecir el próximo evento.
-           ¡Páter! ¡Páter! -exclamó Dolores acortándole el camino-. ¿Es cierto que la Virgen de Consolación  protege y cuida de los mozos mientras están en la mili?
-           No lo dudes Dolores. Nuestra Señora de Consolación vela por todos nosotros, pero especialmente por los chicos para que nunca les pase nada malo durante su estancia militar. Solo tienes que encenderle una vela y dejarle a su lado una fotografía de tu hijo.
-           Muchas gracias, Padre. Vaya usted con Dios.
Paquito se quedó a solas con su padre y todo su afán era poder emprender conversación pero no encontraba la manera más correcta. Como bien pensaba él, sus padres no sabían nada de los problemas de esa niña. Así que le entró sin más preámbulos:
-           Papá, ¿tú has estado alguna vez sin casa, sin trabajo ni dinero, sin comida y sin familia que te quiera?
-            ¡Vaya hijo! ¡Qué difícil me lo has puesto! Sin dinero y sin comida sí que he estado en muchísimas ocasiones, pero toda mi gente me ha querido siempre. Por eso he tirado para adelante en más de una ocasión. Pero dime, ¿qué quieres conseguir de mí?
El muchacho le soltó con una notable timidez:
-           Papá, me gustaría que esta chica se quedase un tiempo en casa con nosotros. Ella no tiene casa, ni dinero, ni comida, ni tampoco familia que la quiera.
-           Hijo, eso debe ser muy triste. Pero no la conocemos de nada. Y te aseguro que me gustaría ayudarle, pero date cuenta que nosotros no ganamos ni siquiera para hartarnos de comer los cuatro. ¿Cómo quieres que nos hagamos cargo de otra boca más? 
-           Papá, piensa en lo que siempre dice la abuela -intervino Lolilla que los estaba espiando-. ¡En la mesa de San Francisco, donde comen tres comen cinco!
-           Sí, hija. Pero eso es en la mesa de San Francisco. Porque como habrás podido comprobar hoy, en nuestra mesa, si no echamos un puñao más, pasamos hambre los cinco.
-           Está bien -revindicó convencido el chaval-. Pero al menos esta noche os aseguro que no nos faltará la comida a ninguno de los cinco.
-           ¿Qué piensas hacer? –le preguntó su padre preocupado-. Lo digo porque… si ya es difícil para mí encontrar comida, imagínate para ti que aún eres un niño.
-           No te preocupes, he tenido una idea -y salió corriendo hacia la ermita.
 Allí estaba ya preparado “El palo de la cucaña.”  Aquel poste medía casi cinco metros de longitud y estaba empringado con jabón “Lagarto” por los cuatro costaos. Por aquel tronco cilíndrico patinaban hasta las moscas, pero el chico se lo había prometido a su padre… y a él mismo. Tenía que llevarse el gallo a cualquier precio.
Su familia se acercó al recinto de la ermita para poder ver la cucaña desde cerca. Candela aseguraba no haberla visto nunca y por lo tanto no sabía en qué consistía.  Esa fue su gran sorpresa, cuando vieron a lo lejos a un chico en la cúspide del palo y agarrando el gallo con una mano mientras se sostenía al madero con la otra exclamaba en voz alta: “¡Va por ti Candela!”. Y se bajó del poste sin soltar la cuerda que tenía al animal maniatado.
Qué alegría se llevaron todos cuando lo vieron llegar con el gallo a cuestas. Candelita fue la primera en felicitarlo, dándole un atrevido beso en la mejilla
-           Ya tenemos la cena, papá. ¿Veis como no ha sido tan difícil?
-           ¡Esta noche tendré que lavarte esa ropa!  -contestó Dolores fingiendo que le reñía-. Y lo peor es que no se te secará para mañana. Como tú bien sabes no tenemos otra muda para ponerte. 
-           Míralo por el lado bueno, mamá. Ahora no tendrás que comprar jabón para lavar por lo menos en un mes entero.
Todos se rieron al mismo tiempo que llegaba el cura  para darle la enhorabuena por haberse ganado la cena de esa noche para él y para toda la familia y…cómo no, la confianza de sus padres para que al menos por esa noche, aquella niña aparentemente desamparada y sola, tuviera un techo donde dormir”.
En la habitación de mi casa,  mi abuela se apagaba por momentos. Sus ojos totalmente hundidos, ya no podían verme.
-           Sigue contándome, abuela -le supliqué casi llorando-. Esta noche no quiero que dejes de hablarme.
-           ¿Tanto te interesa esta historia, hijo?
-           Es que no quiero que te duermas abuelilla. Tus ojos son muy bonitos y no quiero que los cierres nunca.
-           Está bien jovencito, te adelantaré un poco, porque veo que estas ansioso por saber de la niña.
 “Al día siguiente, la pequeña tuvo que despedirse de aquella familia que con tanto cariño la hubiera acogido para toda la vida, pero que en aquel momento no les era posible.  Ellos no podían mantenerla y yo nunca supe con seguridad qué fue de ella. Sin embargo, justo el 8 de Septiembre del año siguiente, a las siete de la mañana, al pasar el cura por el retablo de nuestra Señora de Consolación, se percató de algo. El párroco se acercó cautelosamente. Imagina la cara que pondría aquel hombre -contaba mi abuela amedrentada.
-           ¡Milagro! ¡Milagro!   -profirió el cura despavorido -¡El niño de la Virgen está llorando!
Después, más sosegado se acercó sigilosamente a la talla, y pudo comprobar con estupor que el niño que lloraba, era tan real como la vida misma”.